Sólo faltaba que hubiese ganado Avatar. Deberíamos vivir en los azules y generados por ordenador mundos de Pandora para que una producción de su calibre se alzase con el galardón a la mejor película. Es más, ni siquiera me parece que merezca el reconocimiento a los mejores efectos visuales. Y me explico. Los efectos especiales deben ser algo que contribuya a hacer volar la imaginación del espectador. Tienen que estar tan integrados en la película que no deberían notarse. Entrarían por nuestra pupila con la naturalidad de lo real, y minutos después todavía deberíamos estar preguntándonos si lo que acabamos de ver es una ilusión o de verdad han conseguido lo imposible. En Avatar la tecnología aplicada a los efectos visuales se convirtió en un fin en si misma, anulando por completo cualquier historia que el director, James Cameron, pretendía contar, si es que en algún momento tuvo esa intención, cosa que dudo.
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