Después de años de democracia en nuestro país, y sin necesidad de ellos también, nadie puede negar que una educación pública de calidad es la mejor herramienta para luchar contra la desigualdad. El hecho de nacer en una familia acomodada o en la Casa de Alba no debería suponer, sobre el papel, una diferencia a la hora de progresar por méritos y esfuerzos propios hasta alcanzar el máximo nivel de formación. El problema es que, desde hace muchos años, esto sólo ocurre en los programas electorales de algunos partidos políticos, que se parecen más a bonitos cuentos para hacer dormir a los niños que a las necesarias declaraciones de intenciones que terminen en proyectos de ley. Quizás haya influido en el progresivo deterioro, no ya de la educación pública, sino de esa máxima de igualdad, que cada vez que ha cambiado el gobierno de este país la ley de educación aprobada por sus responsables saltaba por la ventana, y así con cada mudanza en La Moncloa.
Columna completa en El Plural
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