No ha ocurrido en las oscuras calles de la periferia de cualquier gran ciudad, en uno de esos barrios en los que sesudos expertos aseguran que el racismo crece como consecuencia de la miseria. Mi sensación es la contraria. Cosas mías. Los macabros individuos campaban a sus anchas por el madrileño distrito de Salamanca; cerca de la milla de oro de la capital, bajo los despachos y pisos más opulentos del país. En sus paseos, estos jóvenes, la mayoría menores de edad, se dedicaban a insultar, agredir y vejar a todo aquel que consideraban diferente, cuando no inferior. Angelitos, como dice la canción, pero negros no. Sin insultar.
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