Era una mañana más. Los dos niños se levantaron pronto y remoloneando todo lo que pudieron. Su madre ya tenía preparado el desayuno, y la casa estaba impregnada de olor a café, ese líquido elemento que su padre necesitaba tomar en una cantidad considerable para que su cerebro se activase a esas horas. Después de asearse y comer, cargaron en sus mochilas lo necesario para otro día en el colegio. La sospecha de un examen sorpresa planeaba en su clase durante toda la semana, y se habían preparado lo justo por si a su profesor de matemáticas le asaltaba la idea de ponerlo aquel día. Pensando en haberle ganado unos minutos más a la cama, montaron en el coche camino de la escuela.
En la otra punta de la ciudad, un joven mantenía una agria discusión con su madre. Los vecinos solo acertaban a escuchar los gritos del muchacho, cosa que por otro lado se había convertido en habitual al menos dos o tres veces cada semana. Poco se sabía del padre, que se sumó un buen día a esa cofradía de los que fueron a por tabaco y se quedaron por el camino. La discusión subía de tono, no tenía pinta de terminar pronto. Sin embargo, un fuerte portazo indicó al vecindario más cercano que la bronca había llegado a su fin. El chaval abandonó el hogar, ya en silencio, armado hasta los dientes con el arsenal que llevaba contemplando a escondidas desde hacía años, pese a la prohibición expresa de su madre. Era la única herencia que habían recibido del fumador desaparecido.
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