No hace muchas décadas, el mundo vibraba con cada lanzamiento de un
cohete que abandonaba nuestro planeta. Eran tiempos en los que el
espíritu de aquellos que se aventuraban en el Atlántico a bordo de
barcos que a duras penas podrían navegar el Duero dominaba los
presupuestos de la ciencia. Así pusimos a varias personas sobre la Luna,
o lanzamos una sonda viajera con un mensaje a las estrellas que hoy
busca respuestas mucho más allá de los
límites del Sistema Solar. Pero la época de los exploradores se muere.
Comenzó una lenta agonía el día que dejamos de mirar al cielo, o al mar,
con curiosidad. Hoy, nuestra vista no se despega de pantallas en las
que las únicas estrellas son las hojas de Excel, futbolistas y
tronistas. La humanidad no sabe sobrevivir sin dar un paso más allá.
Necesita ir un poco más lejos. ¿Por qué? Porque se puede. Para ver qué
hay allí. Nos sentimos más pequeños, pero más humanos, cuando alzamos la
vista hacia Marte. Prima de riesgo y euribor no son planetas
habitables. Quizá esta generación, que ha enladrillado el cielo,
precisará de la siguente para quitar el cemento de los telescopios y
volver a exigir que nuestros mejores cerebros vuelvan a llevarnos más
lejos, más alto, más cerca de lo desconocido. Ahí reside el alma y lo
que nos mantiene cuerdos como especie. El hilo que nos conecta con lo
que fuimos hace millones de años, y que tira de nosotros, aunque ahora
no lo notemos. Somos polvo, sí, y en polvo nos convertiremos. Pero es
polvo de estrellas.
Fotografía NASA
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