Llegó al hotel junto al resto de sus compañeros
de la delegación. La mayoría eran viejos conocidos, con los que había mantenido
batallas en las que a veces fueron compañeros y otras enemigos. La política es
un juego en el que se luce la camiseta de un equipo y se lleva debajo la del
contrario. Por si acaso. Solo aquellos
capaces de entender estas miserias y soportarlas con el suficiente arrojo
llegaban a la situación en la que él se encontraba en ese momento. La hora de
la verdad para su carrera política, o al menos eso era lo que decían los
columnistas más enterados de la capital sobre el próximo congreso del partido.
Un cónclave en el que su candidatura, sin rival conocido, se alzaría con la
victoria, y él, por fin, se convertiría en el gran jefe. El barón de barones.
Martín, su mano derecha, el fontanero más cotizado y temido del país, lo
decía con más garra: el puto amo.
El hotel, como todos los que solían albergar
estas reuniones de tres o cuatro días, era un vetusto establecimiento venido a
menos, aunque todavía mostraba los galones de tiempos mejores, cuando la noche
de Madrid giraba en torno a locales como Pasapoga y otros de ese calibre. Las
enormes dimensiones del recinto y la pésima situación económica del partido -
que ya se había convertido en algo habitual -, hacían del “Condado de Castilla”
el lugar más apropiado para concentrar a las mil personas que decidirían el
futuro de la organización. Su futuro, en definitiva.
Cuando entró en la rama juvenil del partido, de
la mano de los hijos de unos amigos de su padre, un
militante histórico y recordado, jamás imaginó llegar tan alto. Ni lo
soñaba. Simplemente quería ocupar el puesto inmediatamente superior al suyo, a
ser posible con una maniobra pacífica. Pasados treinta años, solo quedaba un
asiento con el que hacerse por encima de su actual responsabilidad. La meta
estaba a solo tres días y dos noches. Dos largas noches. No conocía un congreso
nacional que no fuese un suplicio, incluso los que terminaban con cierta
unanimidad. Sabía lo que le esperaba, pero el premio final merecería las horas
en vela y las decenas de reuniones con otros que, como antes hizo él, vendrían
a pedir lo que estimaban que les correspondía en el mercado persa que se
formaría alrededor del reparto de cargos y, sobre todo, de estipendios.
Pensaba en todo eso tumbado en la cama de la
habitación, con el traje - sin corbata-, todavía puesto, y mirando al techo sin
sacar las manos de los bolsillos. Le habían dado una de las mejores, lo
que no evitaba que todo le pareciese algo vintage.
Era el único hotel en el que todavía tenían televisiones
de tubo, con la pantalla redondeada, y sin saber por qué le recordó a la casa
de su abuela en su pequeño pueblo natal de Burgos. La pared estaba pintada en
un gotelé blanco al que concedió cierta dignidad, y una colcha de un marrón
indescriptible cubría las dos camas. Habitación doble de uso individual, como
dirían en el argot hotelero. Entre esas cuatro paredes debería rematar la
faena, para que el domingo mil personas lo aclamasen como el nuevo líder que
debería llevarlos al poder desbancando al partido rival. Lo único que esperaba
es que el olor a naftalina que desprendía el entorno no marcase su mandato. No
se sentía tan viejo, pero mirar a su alrededor le ponía veinte años más encima.
Llevaba demasiado tiempo haciendo lo mismo, en habitaciones idénticas. El rumbo
del país lo marcaban viejos políticos en viejos hoteles.
Fue en ese instante, en ese preciso momento,
cuando una punzada recorrió su cuerpo desde los pies hasta la última
terminación nerviosa de su cuero cabelludo. No sabía interpretar lo que le
ocurría. Se estaba agobiando por momentos y un sudor frío comenzaba a aflorar
tímidamente en su frente. Los golpes en la puerta le sacaron de su mal viaje, aunque antes de reaccionar tuvo un
sentimiento extraño. Se sintió solo, o al menos eso creía haber experimentado.
Una fracción de segundo de terrible y oscura soledad. Martín seguía aporreando
la puerta cuando abrió. Llevaba con él desde el principio. Hacía tres décadas
entraron juntos en la sede del partido para que los veteranos les hiciesen la
ficha en la que quedarían archivados sus datos personales. Allí fueron sometidos al
tercer grado habitual, para saber de qué palo
iban los dos nuevos, y así terminaron formando
parte de lo que todo el mundo llamaba "la organización". Martín y él
entablaron desde ese momento una amistad que iba más allá de la política,
forjada en ese primer momento frente al interrogatorio de los cachorros.
Jóvenes precoces en sus aspiraciones a vivir de la política, que veían peligrar su
puesto si dejaban entrar en el club a dos trepas o, lo que sería mucho peor, a
dos tipos con alguna idea digna de ser puesta en práctica.
- ¿Se puede saber qué cojones haces? - Le
preguntó Martín con cara de pocos amigos. - Están llegando las
delegaciones del resto de España y al menos debes dejarte ver un poco por ahí
abajo. Que no piensen que vamos de divos antes de que metan las papeletas en la
urna.
- Me estaba preparando… - Contestó con cierto
tono de disculpa.
- ¿Para qué? ¿Es que vas a casarte? Vamos,
joder, que he visto a los andaluces, para variar, hablar en corrillos unos con
otros, y también había algún valenciano. Joder, joder, y no hemos empezado. No
soporto a los andaluces. Es superior a mis fuerzas.
Pensó que Martín tenía la fea costumbre de
soltar tacos cada pocas palabras. Era algo bastante incómodo cuando tocaba
verse con banqueros u otro tipo de gentes de la escala social alta, pero se
convertía en una especie de imán cuando el discurso se lo soltaba a los
militantes del partido. Le adoraban. Reflexionó un momento sobre eso. Él jamás
había conseguido que las bases le quisiesen en el sentido más amplio de la
palabra, como sentían adoración por líderes pretéritos que ahora se
dedicaban a dar conferencias y lecciones desde sus atalayas levantadas gracias
a los votos de muchos obreros. Si los que madrugaban
un domingo para ir camino del colegio electoral supiesen la mitad de lo que él
sabía sobre esos personajes... Pero esa era otra historia. A Tomás le tenían
miedo. Siempre se había mostrado implacable y frío, pero su brillantez, y Martín, habían
hecho de él un firme candidato a liderar el partido, y a presidir el gobierno del
país dentro de dos años, cuando se celebrasen elecciones. Le daba igual la
manía de su amigo, con sus joder, cojones y copón de la baraja. Ganaba los
congresos y manejaba los interiores de la organización como nadie, y el domingo
le pondría en lo más alto. Los dos juntos comenzarían otra carrera. La del
poder con mayúsculas.
Casi sin darse cuenta Martín le había bajado varios pisos en el ascensor para pasearle por el
vestíbulo del hotel, mientras los centenares de delegados llegados de todos los
rincones del país procedían a acreditarse como legítimos representantes de
otros que se habían quedado en sus ciudades y pueblos. La tarjeta
identificativa colgada del cuello y sus diferentes colores marcaban el quién
es quién de la reunión. Rojo para los delegados, amarillo para los de
organización, verde para los invitados, negro para el personal de seguridad...
y la marca dorada para los que, como él, formaban parte del máximo órgano
ejecutivo del partido. Su puesto ahí no era muy relevante, pero eso iba a cambiar
dentro de poco.
Se acercaron a uno de los corrillos formados por
los andaluces. Eran la delegación mayoritaria, y Martín se había pasado semanas
viajando a Sevilla para cerrar un acuerdo con ellos que le permitiese a él
ganar el Congreso. El pobre decía - cagándose en todo, como es obvio - que
llevaba más kilómetros de coche que un repartidor de Seur. En esa charla
informal estaba Daniel Armenta. Era el líder indiscutible y hegemónico del
partido en esa comunidad autónoma. Presidía la Junta de Andalucía desde hacía
más años de los que muchos podían recordar, y no había perdido un ápice de su
poder interno. Se dejaba algunos votos por el camino cada cuatro años, en las
elecciones autonómicas, pero le sobraban para seguir gobernando. También le
habían dado muy duro varios medios de comunicación con algunos asuntos turbios
de corrupción, pero nada había sido tan gordo como para desbancarle del sillón.
Los habituales avatares del dinero público y el gestor con vicios, le gustaba
decir. Era un personaje de otro tiempo, soberbio y déspota, y compadecía a
Martín por las horas que habría pasado frente al sujeto para lograr su
aprobación. Él solo tuvo que verle una noche, en Madrid, con todo ya resuelto,
para darse el apretón de manos definitivo que sellaba el pacto. Hablaron alguna
vez por teléfono durante ese tiempo, pero solo cenaron cuando el acuerdo estaba
hecho. Nos ha jodido, suspiró, solo nos
ha faltado darle Gibraltar... Así se ganan o pierden los congresos, en una
subasta privada y en las habitaciones del
hotel elegido para rematarlo. Así sea.
- Coño Tomás, no tienes buena cara. ¿No te
estarás rajando? - Espetó en la cara del futuro líder el barón andaluz, con un
marcado acento cordobés.
- Estoy mareado, don Daniel. - Esa era otra. Le
gustaba que le llamasen de don. - Ya sabes que Martín conduce como si
quisiese la pole position, y trescientos kilómetros así acaban con el
estómago de cualquiera.
- Bueno, bueno. Que solo sea eso, que te
necesitamos entero. Como te dé un mal ahora no sé qué haríamos. Bueno, sí, qué
coño: buscarte un sustituto. ¡Jajajajaja!
Se reía como el hijo de puta que era. La
carcajada debía estar escuchándose en todo el vestíbulo, y seguro que ya había
muchas miradas clavadas en ellos, pensaba
Tomás para sus adentros. Sin darse la vuelta para comprobarlo intentaba reírse
también, para que no se le notase que pondría a ese tío mirando a Cuenca en
cuanto tuviese oportunidad. Ni una hora en el hotel y ya estaba tragándose
sapos. Dos noches. Solo quedaban dos noches.
Continuará...
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