Su terapeuta le pidió que cerrase los ojos. Hacía
bastante tiempo que no le gustaba acudir a las sesiones, a pesar de pagarlas
religiosamente. No entendía por qué seguía visitando a la mujer que cada quince
días escrutaba su mente buscando fallos. Debía estar allí, pero a él no le
ocurría nada. Sentado en la silla frente al escritorio de su psicóloga, sus
párpados se bajaron como persianas y dejó de lado una decoración moderna y
femenina. Sí. Femenina. No sabía muy bien la definición exacta de esa opinión,
pero se le asemejaba a ciertos decorados de películas de Almodovar. No
soportaba que se utilizase una estantería para ordenar libros como un cajón de
sastre en el que se colaban todo tipo cosas sin sentido. En la vida, como en
las estanterías, era necesario orden. Mientras se dedicaba a analizar el
sacrilegio cometido por esa mujer, la profesional comenzó a hablar. Hicieron
unos ejercicios para fijar la atención en la respiración. Según ella, sufría un
poco de ansiedad, y de esa manera liberaba su mente de otros pensamientos que
no ayudaban a la terapia. Si ella lo decía… lo único que conseguía hacer
mientras trataba de sentir su respiración en la boca del estómago, a las
órdenes de una voz cada vez más cálida, era seguir dándole vueltas a la
decoración del despacho. Y la silla no era cómoda. Se lo había dicho en alguna
de sus anteriores sesiones. El artefacto era como un potro de tortura, lo que,
dado el nulo interés que tenía en la terapia y el sentimiento que le producía acudir
allí, le parecía apropiado. Ella siempre recibía esos comentarios con una
sonrisa, e inmediatamente cambiaba de tema para comenzar a sondear en sus
pensamientos. A él esa actitud le revolvía las tripas. Llegó a la conclusión de
que era imposible discutir con esa mujer. Ahora le invitaba a sentir su
respiración en la zona de sus pulmones. El pecho se hinchaba con cada
inspiración, el diafragma subía, las costillas se expandían, los pulmones
sufrían los rigores de más de cuarenta años fumando, y llegaba el momento de
exhalar con el mismo alivio que suponía se tiene al confesar un secreto. Con
cierto asombro descubrió que, a pesar de no haber dejado su mente liberada, el
juego de la respiración había tenido algún efecto sobre su estado anímico. Se
encontraba relajado y animado. Casi le apetecía hablar. Incluso, aunque no
sabía cómo reaccionaría al abrir de nuevo los ojos, la decoración del despacho
le parecía tolerable. Le fascinaban los procedimientos de la rutina. La verdad
es que siempre le ocurría lo mismo cada que vez realizaban el ejercicio de la
respiración. A pesar de su silenciosa negativa a colaborar, siempre recorría un
camino que lo dejaba más vulnerable frente a ella. Y esa sensación no le
gustaba. Su cuerpo reaccionaba de forma positiva, pero en su cabeza había
unas trincheras que no sería fácil superar. Como en el Verdún de la I Guerra
Mundial, si se producía un ataque el frente se estabilizaría durante meses e
incluso años. Estaba preparado para resistir cualquier embate, por duro que
fuese. A él no le ocurría nada. Necios conjurados habían logrado un acuerdo
judicial que le obligaba a pasar por este trance, pero era cuestión de tiempo.
Resistiría con dignidad cada una de las sesiones sin ofrecer ni un metro de terreno.
Les enseñaría a todos cómo se comporta un tipo que se viste por los pies y que
no tiene nada que ocultar, ni cambiar. Y cuando todo terminase, en el momento
en que se viese liberado del yugo, esperaría con paciencia el tiempo necesario para que
nadie pudiese acusarle de tomar represalias. Despediría a aquella que se había atrevido
a denunciar. Él no había acosado a nadie. Y lo repetía en su cabeza mientras respiraba, como
el aliento vital de una bestia herida que aguarda su revancha…
* Estos relatos cortos de ficción están a tu disposición y eres libre de reproducirlos, siempre que cites y enlaces al autor.
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